viernes, 8 de abril de 2011

Fantasía nerviosa. Horacio Quiroga.




                                                    FANTASÍA NERVIOSA. 
Juan era de un temperamento nervioso, fatalmente inspira­do, y cuyas acciones a fuerza de rápidas e ineludibles, mar­caban una inconsciencia rígida en el cerebro que había des­prendido la concepción.
Su ser cuadraba una neurosis superior, completa, honda, ardiente, sanguíneamente atávica. Era acaso el sentenciado de una antigua y anónima epopeya de sangre, cuyas estrofas de rubí goteaban sobre su destino.
Tenía las cualidades de un gran criminal: la resolución rá­pida, abofeteada por una necesidad imprescindible de ma­tar; sus brazos tenían una musculatura heroica, y su cabeza, tocada con cincel rudo, tardaba en pasar de la idea al hecho, el tiempo que tarda el puñal en salir de la vaina.
Juan mató, porque tenía que matar. Y mató a una mujer, a la primera que encontró, a las doce de la noche de un mes de verano.
Corrió furiosamente, dejando tras de sí una puñalada y marcando su carrera con las manchas de sangre que gotea­ba su cuchillo enrojecido.
En las calles desiertas resonaba su galope precipitado y ja­deante de fiera herida.
Juan fue a un baile de máscaras, y el baile encendió su san­gre. Las risas le herían como un insulto, y las parejas que se movían alrededor suyo se burlaban de él. Las colgaduras ro­jas eran manchas de sangre coaguladas en la pared, y sus ojos se bañaban en una visión de púrpura.
Era siempre la necesidad diatésica de matar. Y Juan mató a una máscara con quien fue a cenar, y la dejó tendida sobre el diván, con el pecho abierto, manando borbotones de sangre que iban a empapar un ramo de rosas pálidas que llevaba prendido al seno.
Juan se acostó y apagó la luz; y en la oscuridad veía sangre, una lluvia de sangre que mojaba su cuerpo. Sentía un furor de­sesperado, con deseos de volver al restaurante y apuñalear a aquella mujer que seguramente no debía estar muerta.
La carne le enardecía, como un manto punzó tendido ante un toro. Deseaba herir, desgarrar, clavar su puño en una herida abierta para agrandarla más. Una vaporización sanguinolenta flotaba ante sus ojos, hostigándole como un horizonte insalvable. Sus fosas nasales se abrían, en una as­piración húmeda y caliente, y sus oídos vibraban en una au­dición de sangre brotando en oleadas.
Poco a poco, la bruma sangrienta fue desvaneciéndose y la excitación pasó. Juan pudo conciliar el sueño y se durmió.
Hacía mucho tiempo que había cerrado los ojos, cuando se despertó con una angustia indecible. Había sentido que le llamaban con una voz lejana que iba acercándose hasta lle­gar a la puerta.
Él conocía esa voz: era la voz de una muerta que había de­jado tendida en el diván, a la que había asesinado. La muerta resucitaba y se acercaba lentamente a su cama, lentamente...
Sus cabellos se erizaban, y su garganta no daba paso a un sonido. Se recogía cuanto le era posible en la cama, y su ex­presión contraída delirantemente por el terror, daba de bru­ces sobre la almohada.
La puerta chirrió como si se abriera; y sintió un ruido de pasos vedados, cada vez más perceptibles. Se detuvieron al lado de la cama y un soplo glacial cayó sobre su cara, en tan­to que una mano helada se posaba sobre la suya y la elevaba irremediablemente hasta un agujero, viscoso como sangre coagulada.
Juan dio un grito de horror y abrió espantosamente los ojos.
La visión escarlata había desaparecido. Todo era negro, sombríamente opaco, en cuyas ondas se sacudía -como el revoloteo de una ave agorera- su digna estrangulada de ar-terioesclerótico.
Y en seguida sintió un cuerpo frío que se deslizaba al lado suyo, y sintió a la muerta que le comunicaba su helor y rigi­dez, y su brazo que no podía apartarse de aquella herida abierta y húmeda.
La muerta se apoderaba de su carne sin que todo el horror desesperado pudiera separarle de ella. Y sintió una cara inerte que se dejaba caer sobre la suya, y aunque quiso apar­tarla no lo pudo conseguir.
Juan pasó toda la noche acostado con una muerta que apoyaba la cabeza en su pecho y sin poder separar la mano de la herida que él había abierto con el puñal.
Así pasaron una hora, dos, tres, loco de terror, delirando constantemente, ¡y siempre la muerta a su lado!
Al otro día hallaron a Juan, muerto en la cama, con una puñalada en el pecho. Su rostro tenía una expresión de locu­ra horrorizada; y en el cuarto, que revisaron por todos lados, sólo hallaron un ramo de flores pálidas manchadas de san­gre.
                                                                                                              Horacio Quiroga.